Dicen que Nueva York es una ciudad de ensueño. Yo tuve la oportunidad de comprobarlo hace bastantes años. No sé si llamarlo primer amor, ese que te cala tan hondo que te estremeces sólo de pensarlo, pero desde luego uno de los primeros sí que fue. Lo cierto es que mi recuerdo de esta ciudad no es del todo bueno, ni tampoco malo, sino algo agridulce.
En principio era un viaje familiar, puesto que mi única compañía era mi padre, pero más tarde supimos que unos amigos de mi madre viajaban al mismo hotel y en las mismas fechas. Cuando llegamos allí quedamos con ellos para dar una vuelta a la ciudad y entonces le vi. En aquel momento me pareció el chico más guapo del universo. Era alto, moreno, y tenía unos ojos color miel que te quitaban el hipo. Fue lo que se dice un amor a primera vista.
Nos caímos bien y estuvimos mucho tiempo juntos, pero como siempre en mi historial de fracasos amorosos, no pasó nada. El momento más intenso que recuerdo fue estando los dos sentados en un sofá, cómo se me ponían los pelos de punta de tenerlo tan cerca, y me moría de ganas por besarle. Pero no ocurrió. No tuve valor.
Pasamos unos días geniales, aunque para mí podían haberlo sido aún más. Se terminó el viaje y al volver supe que tenía novia, a la que quería muchísimo y nunca bajo ningún concepto le hubiera puesto los cuernos. Después de todo me alegré de no haber estropeado aquellos momentos en parte tan maravillosos.
No nos solemos ver ni tampoco solemos hablar, aunque una parte de mí creo que sigue loca por él. Ésta es la historia de mi gran amor platónico, que a día de hoy sigue con su novia y son muy felices. No puedo hacer otra cosa que desearles lo mejor, aunque durante mucho tiempo deseé con toda mi alma que su relación terminara. Las heridas se curan pero siempre quedan cicatrices.
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